Salió en el suplemento "Verano" de Página 12.
Por Guillermo Enrique Hudson
Cuando recuerdo las impresiones y experiencias de aquel sexto año pleno de sucesos, el incidente que reviste más importancia en mi recuerdo, en todo caso en la última mitad de aquel año, es la muerte de César. No hay nada en mi pasado que evoque tan bien; en verdad, fue el suceso más importante de mi infancia; la primera cosa en una vida joven que trae a ella la eterna nota de la tristeza.
Asomaba ya la primavera, cerca de mediados de agosto, y aún puedo recordar que para esa época del año el clima se presentaba demasiado frío y ventoso, cuando el viejo perro se acercaba a la muerte.
César era un animal ya viejo y muy querido, si bien no era de raza fina. Simplemente era un perro común del campo, de pelo corto, patas largas y hocico romo. El perro corriente o animal criollo de raza ordinaria tenía más o menos el tamaño de un collie escocés. César lo aventajaba en un tercio más, y se decía de él que superaba en mucho a todos los otros perros de la casa, que eran alrededor de doce a catorce, tanto en tamaño como en inteligencia y coraje. Naturalmente, era el cabecilla y amo de toda la manada, y cuando se levantaba con feroz gruñido desnudando sus grandes dientes y se lanzaba contra los otros para castigarlos por pelearse entre ellos o por violar en alguna otra forma la ley canina, sus víctimas se sometían acurrucándose contra el suelo. Era un perro negro que, ya en su vejez, tenía el pelaje salpicado en todo el cuerpo de pelos blancos, y la cara y las patas estaban casi grises por completo. César furioso, o montando guardia de noche, o cuando traía de los pastos al ganado, era un ser terrible. Con nosotros, los niños, era manso y paciente, permitiéndonos montar sobre su lomo lo mismo que el viejo Pichicho, el perro ovejero descripto en el primer capítulo. Al llegar a la vejez, se había tornado de mal carácter e irritable, y dejó de ser nuestro compañero de juegos. Los dos o tres últimos meses de su vida fueron muy tristes, y cuando nos preocupaba verlo tan flaco, con sus grandes costillas sobresaliéndole, o contemplábamos sus contracciones nerviosas mientras dormitaba, gruñendo y resollando, y observábamos también cuán penosamente luchaba para ponerse de pie, queríamos saber por qué era así... por qué no podíamos darle nada que lo restableciera. En respuesta, los mayores abríanle la enorme boca para mostrarnos sus dientes: los grandes caninos romos y los viejos molares completamente gastados. La mucha edad era el mal que lo afligía; tenía trece años, y eso, en verdad, era para mí una edad tremenda, pues yo no tenía ni la mitad y sin embargo parecíame que hacía mucho, mucho tiempo que me encontraba en el mundo.
A nadie ni le pasó por las mientes dar término a su vida; ni la menor insinuación al respecto se hizo jamás. En aquel país no se mataba de un tiro a un viejo perro porque había terminado su época de trabajo. Recuerdo su último día y cuán a menudo fuimos a mirarlo y a tratar de abrigarlo con gruesas mantas y a ofrecerle comida y agua allí donde yacía, en un lugar protegido, pues ya era incapaz de ponerse en pie. Y esa noche murió. Lo supimos tan pronto como nos levantamos a la mañana siguiente. Después del desayuno, durante el cual nos habíamos mostrado muy graves y callados, nuestro maestro dijo:
–Tenemos que enterrarlo hoy... a las doce, cuando yo esté libre. Será el mejor momento. Los muchachos pueden venir conmigo y el viejo Juan puede traer la pala.
Este anuncio nos alborotó enormemente, pues nunca habíamos visto enterrar a un perro ni tampoco habíamos oído jamás que tal cosa se hubiera hecho.
Alrededor de mediodía, el viejo César, muerto y rígido, era llevado por uno de los peones a un claro cubierto por el pasto, entre los viejos durazneros, donde ya se había cavado la fosa. Seguimos a nuestro maestro y nos quedamos mirando mientras bajaban el cadáver y echaban luego sobre él la tierra roja. La fosa era profunda, y el señor Trigg ayudó a llenarla, resoplando mucho mientras lo hacía y deteniéndose de vez en cuando para secarse la cara con su pañuelo de algodón de vivos colores.
Cuando todo terminó, mientras nosotros aún nos hallábamos de pie, rodeando la tumba en silencio, se le ocurrió al señor Trigg aprovechar la oportunidad. Tomando la actitud que asumía en clase, nos miró y dijo solemnemente:
–Este es el fin. Todo perro tiene su día y así sucede también con todo hombre, y el fin es igual para los dos. Morimos como el viejo César y nos colocan en el suelo cubriéndonos con la tierra.
Ahora bien; estas palabras simples y comunes me afectaron más que cualesquiera otras que haya escuchado en mi vida. Me destrozaron el corazón. Había oído algo terrible... demasiado terrible para pensar en ello, increíble... y sin embargo... si no fuera así, ¿por qué lo había dicho? ¿Era porque nos odiaba, sólo porque éramos chicos y tenía que enseñarnos las lecciones y quería torturarnos? ¡Dios! No, yo no podía creer eso. ¿Era ése, entonces, el horrible destino que nos esperaba a todos? Había oído hablar de la muerte... sabía que existía una cosa así; sabía que todos los animales tenían que morir y también que algunos hombres murieron. Entonces, ¿cómo nadie podría, ni aun un chiquillo de seis años, pasar por alto una realidad como ésa, especialmente en el país de mi nacimiento... una tierra de luchas, crímenes y muerte súbita? No había olvidado al hombre atado al poste del establo que había asesinado a alguien y que, tal vez, según me habían dicho, sería muerto en castigo a su vez. En verdad, sabía que había bondad y maldad en el mundo; hombres buenos y malos, y estos últimos –asesinos, ladrones y mentirosos– todos tendrían que morir, lo mismo que animales; pero si había alguna otra vida después de la muerte, eso no lo sabía. Todos los demás, yo y mi familia incluidos, éramos buenos y nunca habría de alcanzarnos la muerte. Cómo fue que no llegué más lejos en mi sistema o filosofía de la vida, no lo puedo decir; sólo supongo que mi madre no había comenzado todavía a instruirme sobre tales cosas por mi corta edad, o que lo había hecho y que yo lo había entendido a mi manera. Sin embargo, como luego descubrí, era una mujer religiosa y desde la infancia se me había enseñado a arrodillarme y a rezar una breve oración todas las noches: “Ahora que me voy a acostar, ruego al Señor por mi alma velar”. Pero sobre quién era el Señor o qué era mi alma, no tenía la menor idea. Era una forma amable de decir en rima que me iba a dormir. Mi mundo era un mundo puramente material, ¡y cuán maravilloso lo encontraba!; pero cómo llegué a formar parte de él, no lo sabía; sólo sabía (o imaginaba) que siempre estaría en él, viendo todos los días cosas nuevas y extrañas, sin cansarme jamás de nada. En la literatura sólo he encontrado en Vaughan, Traherne y otros místicos una expresión adecuada de ese perpetuo éxtasis delicioso en la naturaleza y en mi propia existencia, que experimenté en ese período.
¡Y ahora esas palabras jamás olvidadas, pronunciadas sobre la tumba de nuestro viejo perro, me despertaron de ese hermoso sueño de inalterable alegría!
Al recordar este hecho, me sorprende menos mi ignorancia que la intensidad de los sentimientos que experimenté y la terrible oscuridad que quedó en mi mente infantil. Creemos que la mentalidad de los niños –en realidad lo sé positivamente– es similar a la de los animales más bajos; o si es más elevada no lo es tanto como la más simple mentalidad de un salvaje. No puede concentrar sus pensamientos; ni siquiera puede pensar. Su conciencia comienza a despertar; le deleitan los colores, los olores; le extasía tocar, probar y oír, y se asemeja a un cachorro o un gatito bien alimentado jugando sobre el verde césped, al sol. Siendo esto así, se pensaría que el dolor de la revelación que había recibido se desvanecería rápidamente, que las vívidas impresiones de las cosas externas lo borrarían, restableciendo la armonía. Pero no fue así. El dolor continuó y aumentó hasta tornarse insoportable; entonces busqué a mi madre, vigilando primero hasta encontrarla sola en su habitación. Mas cuando estuve en ella, temí hablar, pensando que con una sola palabra confirmaría la espantosa realidad. Mirándome, de pronto se alarmó por la expresión de mi cara y comenzó a hacerme preguntas. Entonces, tratando de contener las lágrimas, le referí las palabras que habían sido dichas en el entierro del perro y le pregunté si eso era verdad; si yo, si ella, si todos nosotros debíamos morir y ser sepultados en la tierra. Contestóme que no, que no era totalmente cierto sino en determinada manera, ya que nuestros cuerpos debían perecer y ser enterrados, pero que teníamos una parte inmortal que no podía morir. Era verdad que el viejo César había sido un perro bueno y leal, que sentía y comprendía las cosas casi como un ser humano, y que la mayor parte de las personas creen que cuando un perro muere, muere totalmente y no tiene vida posterior. Eso no lo podíamos saber con certeza; algunos hombres eminentes, hombres muy buenos, pensaron en forma distinta. Creyeron que los animales, como nosotros, volverían a vivir. Esa también era su creencia, su gran esperanza; pero no podíamos saberlo con certeza, pues no nos es dado conocer tales cosas. De nosotros, sabemos que no morimos realmente, porque Dios mismo, que nos hizo a nosotros y a todas las cosas, nos lo dijo, y su promesa de vida eterna ha quedado grabada en su libro: la Biblia.
Escuché todo esto y mucho más, tembloroso y con un interés aterrador, y cuando hube captado la idea de que la muerte cuando a mí me alcanzara, como lo haría indefectiblemente, me dejaría, después de todo, con vida y que, como mi madre me lo explicó, la parte mía que realmente importaba, el yo, el yo soy, el yo que conocía y consideraba las cosas, nunca perecería, experimenté entonces un inmenso alivio. Cuando me alejé de su lado quería correr y saltar de alegría y volar por el aire como un pájaro. Había estado prisionero sufriendo el terrible martirio, y a poco, nuevamente, me encontraba libre... ¡la muerte no podría destruirme!
Hubo otra consecuencia más de haber descargado mi corazón con mi madre, quien había quedado sorprendida ante la profundidad del sentimiento que yo había demostrado y, sintiéndose sumamente culpable por haberme permitido vivir tanto tiempo en ese estado de ignorancia, comenzó a darme instrucción religiosa. Era demasiado pronto, ya que a esa edad no me era posible comprender la concepción de un mundo inmaterial. Ese poder, imagino que llega más tarde, cuando el niño normal tiene diez o doce años. Decirle a la edad de seis o siete años que Dios está en todas partes y que ve todas las cosas, sólo produce la idea de una persona maravillosamente activa y de gran poder visual, con ojos como los de un pájaro, capaces de ver todo lo que sucede alrededor de ella. Hace unos días leí la anécdota de una niñita que al ser acostada por su madre le dijo ésta que no tuviera miedo de la oscuridad, ya que Dios estaría allí para vigilarla y custodiarla mientras dormía. Luego, tomando la vela, se alejó. Pero poco después la niñita apareció en camisón, y cuando la interrogaron respondió:
–Voy a permanecer aquí, en la luz, mamita, y tú puedes subir a mi habitación y sentarte con Dios.
Mi propia idea de Dios en ese tiempo no fue más elevada. Al acostarme pensaba que hallábase en mi habitación tratando de encontrar la forma de atender todos sus asuntos, de manera de tener más tiempo para custodiarme a mí. Acostado con los ojos abiertos, nada podía ver en la oscuridad, pero yo sabía que El estaba allí porque así me lo habían dicho, y esto me preocupaba. Pero en cuanto cerraba los ojos aparecía su imagen erguida a tres o cuatro pies de la cabecera de la cama, en la forma de una columna de unos dos metros de altura y casi un metro de circunferencia. El color era azul, pero variable en intensidad; algunas noches era azul celeste, pero generalmente tenía un azul más profundo, puro, suave y hermoso como el del geranio silvestre.
Nada me sorprendería que muchas otras personas tuvieran una imagen material o presentimiento de los seres espirituales cuando se les enseña a creer en ellos a una edad demasiado temprana. Recientemente, al comparar con un amigo nuestros recuerdos infantiles, me dijo que él también había visto a Dios como un objeto azul, pero sin forma definida.
Durante muchos meses la columna azul no cesó de aparecérseme; creo que no se desvaneció ni dejó de ser más que un recuerdo hasta que cumplí los siete años, fecha que se adelanta mucho a los acontecimientos que estoy relatando.
Volviendo a la segunda revelación feliz que me hizo mi madre, declaro que si bien me llenó de alborozo el saber que no terminaría mi existencia con la muerte, la alegría y el alivio que me causó no me condujeron a un estado de felicidad perfecta. Todo lo que ella me dijera para consolarme y llenarme de coraje produjo su efecto: sabía ahora que la muerte era sólo un paso dado hacia una felicidad aún mayor de la que yo podría gozar en la vida. ¿Cómo podía yo, que aún no tenía seis años, pensar en forma distinta a lo que ella me había dicho que pensara, o tener alguna duda? Una madre significa más para su hijo que lo que cualquier otro ser, humano o divino, puede significar en su vida posterior. Depende él tanto de ella como cualquier pichón en el nido, de sus padres, y aún más, dado que ella cuida tanto de su alma o de su mente inexperta como de su cuerpo.
A pesar de todo esto, pronto volvió a asaltarme el miedo a la muerte, y por mucho tiempo me intranquilizó, especialmente cuando sentía de lleno su realidad. Aquellos hechos que me la recordaban eran muy frecuentes; rara vez transcurría un día entero sin que viera morir algo. Cuando la muerte era instantánea, por ejemplo un pájaro volteado de un tiro que caía a plomo como una piedra, no me inquietaba. Aquello no era más que un espectáculo extraño y excitante que no podía hacerme sentir la realidad de la muerte. Era principalmente cuando carneaban ganado que el terror me invadía por completo. ¡Y no me extraña! La forma criolla de matar una vaca o un ternero, en esa época, era particularmente penosa. Ocasionalmente se lo carneaba lejos del lugar, en la llanura, y los hombres traían la carne y el cuero; pero, por regla general, llevaban a la bestia cerca de la casa para ahorrarse molestias. Uno de los dos o tres hombres a caballo que se ocupaban de la operación revoleaba el lazo y la sujetaba por los cuernos; luego, alejándose al galope, tiraba del lazo hasta ponerlo tirante; entonces, un segundo hombre se bajaba del caballo y, corriendo hacia el animal que se encontraba atrás, desenvainaba un enorme cuchillo y con dos golpes rápidos como el relámpago le cortaba los tendones de las patas traseras. Instantáneamente la bestia caía sobre sus cuartos, y el mismo hombre, cuchillo en mano, pasaba a su lado o frente a ella acechando la oportunidad, y al encontrarla le sepultaba la larga hoja en la garganta, justo arriba del pecho, hasta la cruz, haciéndole describir un movimiento de rotación. Cuando la retiraba, brotaba de la torturada bestia un gran torrente de sangre, mientras el animal, aún sostenido por sus patas delanteras, mugía agonizante. Al llegar a este punto, a menudo el carneador saltaba con ligereza sobre su lomo, hundía las espuelas en los flancos del animal y, utilizando el plano de su gran cuchillo como si fuera un látigo, fingía correr una carrera, dando gritos de infernal alegría. Los mugidos se iban apagando hasta tornarse sonidos profundos, terribles, que parecían sollozos, y luego estertores. Entonces el jinete, viendo que el animal estaba a punto de morir, saltaba ágilmente hacia un lado. Caída la bestia, todos corrían hacia ella y, acomodándose sobre su tembloroso costado como si fuera un sillón, comenzaban a armar y encender cigarrillos.
La matanza de una vaca era para ellos un deporte fantástico, y cuanto más dinámico y peligroso era el animal y más prolongada la batalla, más les gustaba. Se sentían tan contentos y excitados como si fuera una pelea a cuchilladas o la caza de un avestruz. Para mí era una terrible lección objetiva que me retenía fascinado de horror. ¡Pues esto era la muerte! Los torrentes de sangre color carmesí, los gritos profundos que parecían de seres humanos, hacían que la bestia pareciera un hombre enorme y fuerte cazado en una trampa por adversarios pequeños, débiles pero listos, que lo torturaban para burlarse de su agonía.
Otras cosas acaecieron en aquella época que reavivaban el temor y la idea de la muerte. Un día llegó a la tranquera un viajero y, tras de de-sensillar el caballo, marchó a un lugar donde había sombra ubicado a unos sesenta o setenta metros más lejos, y allí se sentó, en la verde pendiente que terminaba en el foso, para refrescarse. Después de cabalgar largas horas bajo un sol ardiente, deseaba gozar de la sombra. Había llamado la atención de todo el mundo, al llegar, por su apariencia: de edad madura, facciones regulares y enrulado pelo castaño y barba, pero enorme –uno de los hombres más corpulentos que nunca hubiera visto–; no debía de pesar menos de ciento veinte kilos. Sentado o recostado en el pasto, se quedó dormido, y rodando por la pendiente cayó con tremendo ruido en el agua, que tenía como dos metros de profundidad. Tan fuerte fue el ruido que lo oyeron algunos hombres que trabajaban en el establo; corrieron para averiguar qué había sucedido y se encontraron con el accidente. El hombre se había hundido y no volvió a aparecer; con mucho trabajo lo sacaron, arrastrándolo por medio de sogas hasta la cima de la loma.
Yo lo contemplé, estirado e inmóvil y a todas luces muerto... el hombre enorme, igual a un buey que había visto hacía menos de una hora cuando había llamado nuestra atención y nos había maravillado por su gran tamaño y fuerza, estaba en brazos de la muerte... ¡muerto como el viejo César bajo la tierra donde ya crecía el pasto! Mientras tanto, los hombres que lo habían sacado estaban ocupados dándole vuelta y frotándole el cuerpo, y después de doce o quince minutos comenzó a boquear y dio otras señales de que volvía a la vida. Poco a poco abrió los ojos. El muerto estaba vivo otra vez; sin embargo, la conmoción que me había provocado era tan grande y el efecto tan duradero como si hubiera estado verdaderamente muerto.
Otro ejemplo aconteció antes de terminar mi sexto año, y con él concluiré este triste capítulo. En esa época teníamos una chica en la casa cuyo dulce rostro forma parte de un grupito de media docena que recuerdo tan claramente como si los estuviera viendo. Era la sobrina de la mujer de nuestro pastor, una argentina casada con un inglés, y llegó a nuestra casa para cuidar a los niños más pequeños. Tenía diecinueve años y era una niña pálida, esbelta y bonita, de grandes ojos oscuros y abundante cabellera negra. Con la más dulce sonrisa imaginable, la voz más suave y los modales más gentiles, era tan querida por todo el mundo en la casa que la considerábamos una persona de la familia. Desgraciadamente, estaba tísica, y después de unos pocos meses hubo que enviarla de vuelta a la casa de su tía. El lugar donde vivía se encontraba sólo a unos ocho cuadras más o menos de nuestro hogar, y todos los días mi madre la visitaba, haciendo todo lo posible por aliviarla con remedios, atenciones y cariños. La muchacha no quería que fuera ningún sacerdote a prepararla para la muerte; adoraba a su ama y deseaba tener su misma fe, y al final murió apóstata o convertida, según se mire.
Al día siguiente de su muerte nos llevaron a nosotros, los niños, a ver a nuestra amada Margarita por última vez, pero cuando llegamos a la puerta y los demás entraron siguiendo a mi madre, yo me quedé solo atrás. Salieron ellos y trataron de persuadirme de que entrara; aun trataron de arrastrarme y describieron su apariencia para excitar mi curiosidad. Yacía toda de blanco, con el negro cabello peinado suelto y flojo, sobre su blanco lecho, con nuestras flores sobre el pecho y a sus costados, y se la veía muy, muy hermosa. Fue todo en vano. Mirar a Margarita muerta era más de lo que yo podía soportar. Me dijeron que sólo su cuerpo de arcilla estaba muerto... el hermoso cuerpo al que habíamos venido a despedir; que su alma –ella misma, nuestra amada Margarita– estaba viva y era feliz, mucho más feliz de lo que cualquier persona podría serlo nunca en esta tierra, que cuando se le acercaba el fin había sonreído con dulzura y les aseguró que ya no tenía ningún temor a la muerte... que Dios se la llevaba consigo. Mas nada logró convencerme de que enfrentara el terrible espectáculo de Margarita muerta; el mismo pensamiento de que lo estaba era un peso intolerable sobre mi corazón. Sin embargo, no era la pena la que me laceraba de ese modo, a pesar de que yo sufría mucho, sino sólo el temor a la muerte.
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