viernes, 17 de agosto de 2007

El viejo del Mar


Por Guillermo Enrique Hudson




Siempre del mismo modo, al día siguiente Martín continuó su andar, levantándose ágilmente y echando a correr, luego disminuyendo su carrera, después caminando para finalmente sentarse y descansar.
Después otra vez en pie, otra corrida y así sucesivamente.



Aún sintiéndose con hambre y sed, estaba tan dominado por la idea de la gran masa azul de agua que iba a ver, tan ansioso por poder contemplarla realmente después de tanto haberlo deseado, que casi no se permitía interrumpir su andar para buscar un alimento; tampoco pensaba en su Madre de las Sierras, hoy sola y entristecida, lamentándose por haberlo pedido, tan excitado estaba ante la perspectiva de lo que le aguardaba.

Poco después del mediodía, comenzó a escuchar un suave rumor que parecía llegar del fondo de la tierra que pisaba, de su alrededor y desde el aire que lo envolvía. Mas él no sabía que era el rumor del mar. Por fin llegó a un lugar donde la tierra se alzaba
en largas elevaciones de arena donde nada crecía, salvo matorrales diseminados de duros pastos amarillentos. Mientras trabajosamente avanzaba por el médano, a veces hundiéndose hasta los tobillos, el profundo y extraño rumor que desde hacía tiempo venía escuchando se tornaba más y más fuerte, hasta llegar a parecerse al son de una fuerte ráfaga de viento dentro de un monte, pero más grave, más ronco, creciendo y decreciendo y, a intervalos, interrumpido por golpes como de truenos que provocaban un eco repetido entre las sierras distantes.

Por fin había sobrepasado el último médano; en ese momento, sorpresivamente, el mundo -su mundo de tierra firme, ése por él conocido- llegaba bruscamente al fin, pues ya no había un palmo más de tierra donde posar el pie delante suyo, sólo el océano -ese océano que él había añorado tanto- y al que desde la distancia había amado más que a la llanura y a las sierras y a todo cuanto ellos contenían para su deleite.

!Qué amplitud, qué vastedad estirándose hasta donde se confundía con el cielo; su inmensa superficie gris azulada, quebrándose en cientos de miles de olas iluminadas con blancas crestas que aparecían y desaparecían como relámpagos!

En su agitación, ¡qué tremendo, qué terrible era! ¡Oh! No había nada con que pudiera comparársele en el mundo, nada que pudiera hacer detener así su corazón. Le pareció muy bien que la tierra fuese silenciosa, y que solamente estuviese estática contemplándolo bajo el sol, la luna y las estrellas, escuchando día y noche y para siempre la gran voz del mar.

De bruces y cuan largo era, sólo así podía mirar hacia abajo, desde el borde de un horrible acantilado, que es uno de los más altos de la tierra y ver el mar revolviéndose, golpeándose al pie de ese negro y hondo precipicio, levantando nubes de espuma en su furia. Esto lo hizo temblar, era pavoroso el contemplarlo. Pero estaba como clavado en ese sitio; permaneció así de bruces, admirando con creciente asombro, sin sentir ni hambre ni sed; olvidado de la hermosa mujer a quien había llamado Madre y de cualquier otra cosa. En su contemplación, se percató que poco a poco la fuerza tumultosa de las olas iba disminuyendo. Ya no se elevaban una tras otra para arrojarse contra los acantilados y hacerlos estremecerse. Iban decreciendo y decreciendo hasta que al fin, se retiraron del precipicio dejando al descubierto una larga y angosta franja de arena y cantos rodados. Una calma solemne dominó las quietas aguas; sólo cerca de la playa, siguió meciéndose un poco, elevándose y descendiendo como el pecho de un gigante, mientras que a los lados pequeñas olas seguían formándose y rompiendo en una leve espuma blanca sobre el pedregullo con su perpetuo y suave lamento. Más afuera, estaba bastante calmo; su superficie por doquier se irisaba en tintes violetas, verdes y rosados. Al poco rato, estos hermosos
colores se esfumaron, tal como lo hacen entre las nubes en el crepúsculo; el todo se había tornado de un azul oscuro. Es que el sol se había ocultado y las sombras de la noche ya cubrían la tierra y el mar. En ese momento, Martín, con su pequeño corazón
henchido de temeroso asombro y gran alegría, se arrastro desplazándose unos metros del borde del acantilado y se acurrucó para dormir en una depresión de la arena tibia.

A la mañana siguiente, tras satisfacer su hambre y su sed con algunas raíces que halló casi al alcance de su mano, regresó para volver a contemplar nuevamente el mar; y ahí se quedó con los ojos clavados en esa escena maravillosa, hasta que el sol estuvo directamente sobre su cabeza. Entonces, cuando el mar estuvo nuevamente calmo, se incorporó y comenzó a caminar a lo largo del acantilado.

Siempre manteniéndose cerca del borde, de vez en vez interrumpía su andar para, recostado boca abajo, volver a espiar el mar. Así anduvo por horas y horas, hasta que la marea de la tarde nuevamente cubrió la zona de pedregullo y las olas, alzándose,
comenzaron a golpear con un rodar de truenos contra el tremendo acantilado haciendo temblar la tierra que pisaba. Por fin llegó a una gran brecha que interrumpía en parte el acantilado; allí se advertía que en épocas lejanas se había desprendido una gran porción de él, y los colosales macizos rocosos habían penetrado profundamente en el mar y ahora formaban islotes de negras rocas recortadas, que emergían altivas sobre el agua. Aquí, entre esas rocas, el agua hervía y rugía con mayor fuerza, batiendo sus aguas en masas de blancas burbujas...

Aquí, otra sorpresa nueva se sumó a su vista: un gran numero de animales que no se parecían a ningún ser que él hubiera visto antes estaban recostados, cuan largos eran, con los lomos hacia arriba, justo fuera del alcance de las olas que golpeaban a su alrededor. Primero, le parecieron vacas, pero observó que no tenían ni cuernos ni patas, que sus cabezas semejaban las de los perros pero sin orejas, y que tenían dos grandes patas con forma de aletas en su pecho, con las que caminaban o reptaban sobre las rocas cada vez que una ola se rompía sobre ellos, obligándolos a desplazarse un poco más arriba.

Eran leones de mar, una especie de foca de muy gran tamaño. Martín nunca había oído nada acerca de tales criaturas, y ansioso por verlos más de cerca, se metió en la hondonada y, con cautela, comenzó a descender apoyándose en los rotos macizos rocosos y calcáreos, hasta que llegó cerca del mar. Ahí, tirado sobre una roca lisa, estuvo absorto viendo esos animales extraños con cabeza de perros, pero sin patas. Ahora él podía verlos y ellos podían verlo a su vez. Casualmente uno levantaba la cabeza y lo miraba de frente con sus grandes ojos oscuros, tiernos y hermosos, como los del venado que se le acercara en las sierras. ¡Oh, qué feliz se sintió al comprender que el mar, que esas aguas poderosas y rugientes como plenas de furia, tenían también sus grandes bestias que él podía amar, tal como el llano y las sierras, con sus caballos y sus venados!

Pero, la marea aún estaba subiendo y muy pronto las olas más grande; comenzaron casi a cubrir totalmente las rocas mayores haciendo rodar a las enormes bestias y aun barriéndolas. El golpe de las olas las enojaba y lanzaban fuertes rugidos. Luego, poco a poco, comenzaron a alejarse, algunas desaparecían bajo las aguas; otras, con la cabeza sobre la superficie, nadaban hacia el mar abierto. A Martín le apenaba perderlas, pero la vista del mar revolcándose y cubriendo de espuma las rocas aún lo seguía reteniendo allí, hasta que todas las rocas menos una habían sido tapadas por las aguas. Esta era una enorme roca negra con promontorios, que estaba a unos veinte metros de la costa. Contra esta masa rocosa las olas continuaban golpeándose con gran estruendo alzando nubes de blanca espuma y lluvias de gotitas. El sonido y aquella visión lo fascinaban. El mar parecía conversar, susurrar, murmurar y sollozarle de tal manera que en ese momento él estaba procurando entender qué le decía.

De improviso, una gran ola verde, atropellándose y quejándose, avanzó para arrojarse y deshacerse hecha añicos junto a su rostro. Cada vez que el mar se rompía contra la roca y se elevaba adquiría una forma fantástica, que comenzó a semejarse más y más a una figura humana. Sí, era incuestionablemente como un monstruoso hombre gris con una poblada y nívea barba blanca y un mundo de blancos cabellos desordenados flotando alrededor de su cabeza. De cualquier modo, era blanco por un instante, luego verdoso; el anciano asía entre sus dos manos la gran barba y la retorcía, como las lavanderas retuercen una frazada o un cobertor, para quitarles toda el agua.

Martín no apartaba la vista de este extraño y singular personaje del mar, a la vez que él, recostado contra una roca, clavaba sus ojos inmensos de pescado en el rostro de Martín. Cada vez que una nueva ola rompía sobre él, levantando su cabellera y vestimenta que era de marrones algas y toda hecha de tiras y jirones, eso parecía en cierta forma molestarlo; pero permanecía imperturbable, y cuando la ola se retiraba, volvía a torcer-se las barbas, y con un soplido arrojaba una nube de gotillas.
Finalmente, estirando sus poderosos brazos hacia Martín, abrió su enorme boca de bacalao y lanzó una enorme carcajada que se escuchó como el grito de las gaviotas de lomo negro. Pese a ello Martín no se sintió en absoluto atemorizado, pues su aspecto era amistoso y parecía estar de buen humor.

-¿Quién eres?-preguntó Martín a gritos.

-¿Quién... YO? -repuso el monstruo con forma humana con un ronco vozarrón marinero.

-¡Jo, jo, jo...esto sí que es gracioso! Bien, pequeño Martín, yo te he conocido desde siempre, yo soy Bill. Al menos, así era como me llamaban antes, pero, estoy muy promocionado y en consecuencia, me llaman el Viejo del Mar.

-¿Cómo sabías que yo me llamaba Martín?

-¿Cómo te conocía yo como Martín? Pues, Dios bendiga tu inocencia, lo supe desde siempre por supuesto. ¿Cómo piensas tú que lo sabría? Pues, ni bien te vi entre
las rocas, me dije: hola, benditos mis ojos, si es Martín mirando mis vaquitas, como yo las llamo. Por supuesto que sabía, que te conocía como Martín.

-¿Qué hizo que fueses a vivir en el Mar, viejo Bill? -inquirió Martín-. ¿Cómo creciste tanto?

- ¡Jo, jo, jo! -rió el gigante lanzando en un tremendo soplido una lluvia de burbujas a través de sus labios-. No me preocupa el contártelo, sabes, Martín, a mí no me apura el tiempo; las benditas campanas, a mí nada me dicen ahora que ya no estoy en el jergón en la proa, procurando hacerme un sueñito. Bueno, para comenzar, yo nací hace ya incontables años, en un viejo pueblo junto al mar, mi padre era un marinero y se ahogó cuando yo era un niño; mi madre ella también murió de pena, pues todo hombre que le había pertenecido se había ahogado. Pues, Martín, aquellos que viven junto al mar, generalmente mueren en el mar. Como era huérfano, me crió mi abuela. Yo era muy pequeño entonces y solía jugar todo el día en las lagunas y arroyos y amaba las vacas y las ratas del agua y todas las pequeñas bestias, igual que tú, Martín. Un día, cuando ya hube crecido un poco, me dijo mi abuela:

-"Bill, vete al mar y hazte marinerito -y agregó-: Yo he tenido un sueño y está escrito que tú nunca te ahogarás."
-Advertirás, Martín, que mi abuela fue una mujer de gran sagacidad. Así fue como me dirigí al mar. Ya hombre, realicé innumerables viajes a Turquía, la India, al Cabo, a las Indias Occidentales y a América. Viajé alrededor del Mundo más de cuarenta veces.
Muchas, muchas veces soporté naufragios y caí al agua, pero nunca me ahogué. Mas cuando ya estaba envejeciendo y no era de gran utilidad, debido al reumatismo y al endurecimiento de mis articulaciones, hubo un motín en nuestro barco, cuando partíamos de Ciudad del Cabo, y le dieron muerte al Capitán y al segundo.
Luego llegó mi turno, pues yo estaba entre esos hombres, comprendes, y no habría perdón para mí. De modo que me pusieron sobre cubierta y comenzaron a deliberar acerca de cómo me habrían de eliminar -soga, cuchilla o plomo-. "¡Compañeros!, dije, pegadme un tiro si gustáis, y moriré tranquilamente; o bien, clavadme un cuchillo, lo que pienso sería mejor, o colgadme de una verga, que es una de las formas más cómodas que conozco.
Pero no vayáis a arrojarme al mar, pues está escrito que yo nunca me ahogaré, y os tomaréis un gran trabajo para nada."
Esto los hizo reír con grandes y sonoras carcajadas. Viejo Bill, ¡tendrás tu mejor chiste!

"Trajeron hierros que estaban hacinados, y con sogas y cadenas ellos aseguraron una media tonelada a mis piernas y brazos y luego me bajaron por la borda. Hacia las profundidades me fui en medio de sus carcajadas. Yo me hundía brazas y brazas antes de dejar de oír sus carcajadas. Por fin, llegué a tocar el fondo del mar, y me sentí feliz de haber llegado. Allí permanecí enroscado como una serpiente de mar entre las rocas, pero abrigado y cómodo.
Finalmente, las sogas y cadenas con que me habían aprisionado, saltaron, pues yo me había ido hinchando y adquiriendo más fuerza. Y subí hasta la superficie como un delfín pues había ingerido mucha agua. Así fue como me transformé en el Viejo del
Mar hace ya cientos y cientos de años.

-¿Te agrada a ti estar siempre en el mar, Viejo Bill? -inquirió Martín.

-¡Ja, ja, ja! -fueron las carcajadas del monstruo-. Es buena tu pregunta, Martincito. ¿Que si me gusta? Bien, es mejor que ser marinero a bordo de un barco; ésa es, te lo aseguro, una vida muy dura, con nada grato salvo el tabaco. Yo era muy afecto a los barcos antes, cuando el mar no me había apagado mi pipa. También lo era del rhum. Más de una vez, fui recogido en tierra borracho, Martín, aunque no lo creas, tan afecto era al rhum. Aun ahora, aquí, en la profundidad, cuando recuerdo su gusto agradable, abro bien la boca y tomo un enorme trago de agua de mar, tanto que llenaría un enorme barril. Luego, llego a la superficie y lo arrojo todo a soplidos, como si fuese un viejo delfín.
Cuando terminó ce decir eso, abrió su enorme y cavernosa boca y lanzó su ronco iJo, jo, jo! con más fuerza que antes, a la vez que se alzaba más sobre el agua y la negra roca sobre la cual había estado apoyado, hasta pararse como una gran torre más alta que Martín, una torre de agua y rocío, con forma humana, y blanca espuma y algas marrones. Luego, lentamente, se dejó caer hacia atrás, y se hundió en el mar. En ese momento levantó una enorme ola que se elevó sobre el peñasco negro y lavó la cara
del acantilado, arrojando a Martín entre las rocas.

Cuando la enorme ola se retiró y Martín, medio ahogado y mareado, luchaba por ponerse de pie, advirtió que era de noche y que una nube negra cubría el firmamento y un cielo oscuro, y debajo, un mar también negro. El no había prestado atención al
llegar de la noche o quizá se hubiese dormido y en sueños hubiese hablado y visto al viejo monstruo marino. Pero ahora, él no podía escapar de donde estaba en la hondonada. Allí debía permanecer, refugiándose en una cavidad de la roca y recostado, entre dormido y despierto, para escuchar toda la noche la gran voz del mar. (*)

(*)
Fuente:
Guillermo Enrique Hudson, "El viejo y el mar", en Un niño perdido, Colección Robin Hood, Ed. Acme, 1976 (traducción Violeta Gladys Shinya).

Tomado de "Temakel"
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