viernes, 29 de junio de 2007

El mundo maravilloso de Guillermo Enrique Hudson

"Lo fantástico"
Autor Ezequiel Martinez Estrada

¡Con qué naturalidad surge de lo real lo fantástico en la obra de Hudson! Muchas veces es difícil trazar la línea divisoria entre el mundo de las cosas y el de las visiones, el de los fenómenos registrados dentro de las leyes establecidas, por hechos bien clasificados, y el que a sus márgenes agrupa fenómenos en una masa informe de acontecimientos excluidos de toda investigación seria. Hudson habla siempre de cosas y seres ciertos, pero nunca puestos sobre una mesa para examinarlos en una autopsia. La onda de vida que de ellos parte se propaga indefinidamente en un mar de vida circundante y comprendemos que todo es maravilloso y milagroso; hasta nosotros mismos nos contagiamos de esa devoción de belleza y nos asombra encontrarnos partícipes de un bien que poseíamos y desconocíamos. Efectivamente, la realidad, la monótona realidad de todos los días, una flor, un guijarro, una hormiga son portentos para adorar de hinojos. Al final del capítulo IV de Una Cierva en el Richmond Park se pregunta: “¿Qué podemos decir de esto sino que es inexplicable?” Algo vagamente consciente, fuerza o principio propio de la naturaleza que, si se la observa atentamente, nos da la certidumbre de lo sobrenatural. Se puede explicar y se ha tratado de explicarlo de mil maneras, sin que se lo pueda aislar ni definir, infuso en los organismos animales y vegetales, en cada una de sus células tanto como en sus agrupaciones, y que no se puede nombrar porque se lo ignora.

Todo se encadena y se entrelaza y son visiones de un mundo terrenal maravilloso las que sus ojos contemplan y con otros sentidos percibe, sin que la imagen conjunta de esas impresiones configuren ninguna idea racional. La impresión que sus obras nos comunica, no porque se lo proponga deliberadamente “sino porque también él clama por luz en las tinieblas”, es la de islas bien exploradas pero con habitantes que hablan lenguas desconocidas, emergiendo del océano; y que señalándonos las particularidades de las cosas nos mantuvieran suspensos en la inminencia de un milagro o de una revelación que no acaba de producirse.

Es en las descripciones y en los relatos más sencillos y comunes, con seres, personas y hechos familiares a todos, donde él ve un matiz, un relámpago de lo sobrenatural iluminándolo sin deformarlo. Regularmente lo que percibe queda registrado como una especie de exaltación de sus sentidos en un amoroso éxtasis, perfectamente sano y normal, que en nosotros que no tenemos el hábito de lo prodigioso ni la fortaleza de su espíritu, se nos bisela en una irisación fantástica, no percibida antes, pero que intuíamos latente faltándole sólo hacerse manifiesta y expresarse. El naturalista no puede reprocharle que se evada de los límites estrictamente lícitos de la observación objetiva, ni que agregue a la realidad un plus de imaginación o de fantasía. Lo que se atribuye a un plus que el poeta o el artista adscriben a la realidad está efectivamente en ella cuando se alcanza a distinguir en su rostro una fisonomía más que una efigie. Las cosas son como él las contempla, como él las retrata, pero por dentro de ellas circula una energía misteriosa; en sus formas y expresiones vibra un élan trascendental, que él torna perceptible y sentimos que la revelación integral que a él le debemos ni la ciencia ni nosotros mismos habíamos podido revelámosla. Es un ejercicio cotidiano de más de siete décadas —además de su genio y de sus condiciones de honrado observador— lo que opera esas revelaciones; y aquí la palabra debe ser entendida y aceptada tanto en su acepción mística como la más común que determina la aparición de la imagen sobre la placa fotográfica.

Pero ¿qué es lo real de la realidad? Ahora se inclina humildemente el sabio a admitir que sea lo que antes se entendía por atributos y cualidades secundarias o accesorias y adjetivas. ¡Los nóumenos de una realidad sólida y litografiada para siempre serían lo ilusorio! Y esas apariencias que tienen como garantía la percepción bruta de los sentidos ¿por qué habían de tener menos consistencia que las cosas en sí, fantasmagorías a su vez de la razón? Por primera vez Dostoiewsky hizo tangible, por decirlo así, la inexorablemente rígida armazón de lo absurdo. El primer hombre que comprendió el mensaje secreto de un orden desordenado en la naturaleza y en la vida del hombre, fue Demetrio Karamazoff. Oyéndolo razonar, y con una lógica hasta entonces nunca oída, Hipólito Kirillovitch, el fiscal que acusa a Smerdiakoff exclama, confundido por el nuevo torbellín en que los hechos se agitan: “Señores: dejemos aparte la psicología, dejémonos de ciencia médica, prescindamos de la lógica, volvamos los ojos a la realidad y veamos lo que la realidad nos dice” (Los Hermanos Karamazoff, parte IV, libro 12, cap. 8). Demetrio, que estaba acorralado entre burócratas blindados en su sano juicio, comprendía que lo verdaderamente fantástico era la realidad, no toda en grande, sino ese fragmento que había tenido que vivir en los últimos días. Chestov encontró para calificar esa visión de lo sobrenatural en lo natural a que tantas veces aludió Hudson, como la que tienen los ojos del Ángel de la Muerte. Tras la muerte del hombre terreno (y esto ocurre no una sola sino varias veces en una vida vigilante) los ojos adquieren esa visión ultrapenetrante. Hudson la cobró en su viaje a la Patagonia, y es distinta de la visión de lo trascendental en lo real que tuvo en sus primeros años. Y sólo en su obra póstuma se aventura a dar libre curso a preocupaciones de setenta años, como hizo Goethe, ya seguro de que había asistido a un espectáculo de magia, donde la naturaleza había expuesto ante él verdaderos milagros surgidos todos de su seno, inagotable y diariamente, sin toque de varita, y con el deber de conciencia de una confesión in extremis. Su concepto de lo sobrenatural se inscribe en lo natural; sus cuentos fantásticos están elaborados con la misma destreza con que Andersen y Kipling manejaron esta peligrosa materia literaria, en que Conrad y Henry James hicieron incursiones felices. El Ombú a este respecto debe considerarse un cuento realista sin más elemento sobrenatural que una superchería; mas no así El Niño Diablo. Es aquí como en Mansiones Verdes, donde esa prodigiosa habilidad de Hudson de superponer a la realidad una como reverberación de lo fantástico alcanza su más alto punto. Está dentro de la técnica de Rudyard Kipling pero mucho más dentro de la técnica todavía más fina y destilada de Conrad, para quien el mar y el cielo conjugan una realidad delirante que se percibe con los ojos bien abiertos, cuyos elementos son los mismos de la realidad más controlable por los sentidos comunes y por el sentido común. La misma, en fin, de los capitanes de barcos mercantes y de carga que gobernaban sus barcos con derrotero fijo y los arribaban en fechas precisas.
En El Niño Diablo, este muchacho posee facultades insólitas, adquiridas en su vida de cautivo en las tolderías de los indios, y eso es todo. Posee no una magia de adivinos o hechiceros, sino hábitos y formas de ser y de vivir de otra realidad más primaria en que las notas que la expresan componen un juego muy distinto que el del hombre civilizado.

Se trata a menudo de facultades sobre o infrahumanas como las que siempre ansió él poseer y de las que jamás se disuadió de que no estaba dotado, como tampoco los demás seres vivientes. Lo fantástico formaba parte integrante de su concepto de lo real. No era algo que le estuviese añadido, superpuesto, era lo real mismo en su cabal expresión de sí. Hay en Pájaros de la Ciudad y de la Aldea una digresión de carácter fantástico, que le es sugerida por el canto del torcecuello. Aquí es una fantasía en el sentido que damos a la palabra cuando se aplica a la literatura de ficción; mas es algo enteramente distinto. Es uno de los pasajes más impresionantes de la imaginación imprevisible de Hudson, pero no una ocurrencia sino uno de los más supremos esfuerzos que ha realizado para transmitimos la impresión de esa unidad de vida que en la naturaleza es una de sus propiedades, y que se diversifica y se reviste de infinitas apariencias —el velo de Maya—, animando a cada ser con una partícula de la misma calidad y esencia. El canto del torcecuello comienza como un reclamo vulgar y gradualmente se parece más y cada vez más a una risa que se vierte muy lejos prolongada y resonante. Una risa sin alegría, ni unción, ni humanidad: seca, mecánica, como si un instrumento musical de cobre o de madera, que no tiene vida, prorrumpiese a reír. Imagina entonces que un niño ha tenido la trágica revelación de que morir es el destino de todo ser, y le espanta advertir que en la aldea todos viven indiferentes a ese destino, comiendo, bebiendo, durmiendo, sin despertar un momento siquiera para comprender la belleza gloriosa del mundo y sin responder con su alegría al júbilo eterno de la naturaleza. Decide entonces apartarse del trato de sus semejantes, esconderse en la espesura, y alimentarse de hojas y de frutos silvestres. Allí estaba cuando alguien —no sabría decir quién, gitana o bruja— lo encontró en su escondite de hojarasca, defendido por ramas espinosas. Al ver su rostro escuálido vuelto hacia el cielo y la ansiedad de hambre reflejada en él, se compadeció. De suceder así, no hubo de ser ninguna persona maligna, sino más bien un espíritu brotado del suelo, o algún anacoreta muy viejo, de los que pasan su vida procurando descifrar los enigmas de la naturaleza. Le habló al niño de los poderes inmensos que la naturaleza encierra en su seno, de la virtud resplandeciente que se oculta en todas las cosas y que si uno se fija bien puede descubrirla, como cuando uno se acerca a mirar los tornasoles de una gota de lluvia. Le dijo también que lo que vive siempre y jamás se extingue, es el espíritu, y que con la muerte se deja un cuerpo que se deshace para entrar a animar otro que se forma. Era posible, asimismo, prolongar la propia vida indefinidamente, como las serpientes y las tortugas. La hormiga posee, le dijo, un ácido que da la clarividencia y la vida perdurable, pero tendría que conformarse con no comer otro alimento que hormigas. Y mientras se alimentara de hormigas la muerte no llegaría hasta él. Con avidez se arrojó el niño a un hormiguero próximo y comenzó a devorar insectos, hasta que sintió que caminaban por las paredes de su estómago y que, enloquecidas por no poder escapar, le mordían el interior de su cuerpo, hasta las entrañas, buscando salida. Prosiguió muchos días devorando hormigas —tal era su ansia de vivir—, y al poco tiempo se enfermó, quedándose tan flaco que parecía un esqueleto que no podía andar sino arrastrarse. Solamente quedaron intactos sus ojos, que contemplaban cada día más hermosos el verdor de la tierra y el azul del cielo. Poco a poco, habituándose al alimento, consiguió caminar y encaramarse en los árboles para mirar desde lejos la aldea que había abandonado. No tenía recuerdos ni pesares y sólo pensaba en las hormigas, que llegó a considerar manjar exquisito. Cuando estos cambios se operaron en él comenzó a producir su efecto mágico el ácido y sus fuerzas aumentaron en desproporción a su cuerpo, que es lo que sucede a las hormigas. Y también poco a poco todo su ser experimentó una extraña metamorfosis, cuerpo y alma; pues olvidó el lenguaje y los cantos y las manos se le convirtieron en zarpas. Sólo conservó su risa que le sobrevenía de pronto y sin razón al estar tendido al sol y sentir una grande e inmotivada alegría. Su risa, sí, se proyectaba a lo lejos, prolongada y resonante. Al oír ese sonido sin ver a quien lo producía, imaginó Hudson un hombre diminuto, flaco, gris, cubierto el cuerpo con un manto de vistosos colores, que él mismo habría tejido de algún sedoso y tenue material, y un gorro apretado en su cabeza, terminando en forma puntiaguda, con una pluma blanca y negra. Debajo del gorro una cara chiquita, pálida, seca, con nariz afilada, los labios rígidos y sus ojos redondos, brillantes y asustados.

Pero éste es un aspecto derivado hacia la literatura de imaginación en la obra de Hudson, de lo que él sentía como un “mundo” maravilloso en el salvaje y en los animales, reflejo a su vez de otra de las muchas formas de pensamiento en la naturaleza. Se ha de distinguir de lo fantástico tradicional que predomina en los cuentos infantiles, por ejemplo, y que utiliza para el final del cuento Marta Riquelme. El cuento que he glosado antes y éste, difieren en la calidad de lo fantástico aun dentro de una misma tesitura. Del mismo tipo de este último hay cuatro cuentos en La Tierra Purpúrea, relatados por cuatro peones para quienes no hay deslindes entre el prodigio y la más grosera realidad terrestre, pero cuando Richard Lamb pretende contar lo que ha visto positivamente en Londres, la ciudad como es, entonces todos se niegan a escucharlo, pues habían prometido contar cuentos reales y el inglés intenta hacerles creer lo imposible. Es una escena de gran significado para juzgar de lo sobrenatural en la concepción de la naturaleza y de la confusión que en las mentes existe acerca de lo sobrenatural. Aquello que para los narradores, que no conocen sino la vida semisalvaje del campo, es lógico y comprensible (todos los suyos son cuentos prodigiosos), configura lo que hoy llamamos “la mentalidad primitiva”. Pero la mente del primitivo es, además de lo que han descrito los etnólogos, el receptáculo más sensible del animal irracional, y el animal irracional percibe por sus sentidos muchísimo más afinados, fenómenos que apenas son sensibles para nosotros, y sin interferencias del raciocinio técnico, ni de las asociaciones subconscientes con que condicionamos, reforzamos y ordenamos en un cosmos el caos real. Además, el hombre primitivo no sabe expresarse para que lo entendamos y nos parece tan absurdo como nosotros a él. En esta línea de confidencias, recuerda Hudson que se aterran como sí vieran duendes, y admite que es bastante probable que los vean, dado que hay duendes animales y humanos, como hay telepatía entre unos y otros, únicamente que tendríamos que decir que los ven con el olfato. El duende es sólo un olor aterrador por experiencia o tradición, que el olfato capta a pesar de ser un órgano primario que ha perdido en muchísimas especies su función de relacionar al individuo con notas de una realidad usurpada por el ojo y el oído. Una Cierva en el Richmond Park no es la rehabilitación del mundo de los instintos y de la mente del hombre primitivo, como lo estudiaron Boas, Levy-Brühl, Malinowski y tantos otros, sino el aporte de datos nuevos de su experiencia que harían más comprensible ese tipo de mentalidad. Entre esos instintos que comunican al ser con lo que entendemos por fantástico —vías clandestinas de acceso a una intuición de esencias de la realidad—, sin que lo sea, están el de la orientación, uno de cuyos derivados es la migración de los animales, en masa o individualmente, y en particular de las aves. Como este instinto hay otros muchos, más o menos cegados en el hombre plenamente consciente. Porque la inteligencia es, por función propia, destructora de misterios, y como su misión vital ha sido en los orígenes liberarnos del terror, se satisface cuanto más profundamente sepulta lo que no entiende. Pero entre el cielo y la tierra, decía Hamlet, hay muchas cosas que no comprende la filosofía.



Tomado de esta página.



Algunos de los libros que se mencionan en el ensayo los puede descargar de nuestras páginas:


  • Para corregir, esto quiere decir mejorarle el formato y corregir los errores del escaneo están:

    • Una cierva en el Richmond Park

    • Pájaros de una aldea


    Si quiere corregirlos y así mejorar el acervo de libros de Hudson existentes acá verá como hacerlo.


    Es probable que se me haya escapado algún otro libro que menciona Estrada en su ensayo, si es así, avíseme por favor a:
    enviolibros#gmail.com
    Reemplace # por@


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