La casa en que yo nací en las pampas sudamericanas, era muy apropiadamente llamada "Los veinticinco ombúes", porque había allí justamente veinticinco de estos árboles indígenas de gigantesco tamaño. Se encontraban ampliamente separados entre si, formando una fila de más o menos cuatrocientos metros de largo.
Las pampas son en su mayor parte niveladas como una mesa de billar. Donde nosotros vivíamos, la comarca presentábase sin embargo ondulada, y nuestra casa hallábase situada en el plan de una de las más altas elevaciones. Delante de ella se extendía la gran llanura verde, al nivel del horizonte, mientras que detrás del edificio, caía el terreno abruptamente sobre un ancho y profundo arroyo que se volcaba en el Río de la Plata a una distancia de cerca de dos leguas al este. Este arroyo, con sus tres viejos sauces colorados creciendo en los bordes, constituía fuente de inagotable placer para nosotros. En cualquier momento que bajáramos para jugar en sus orillas, el fresco y penetrante olor de la tierra húmeda nos producía un extraño y excitante efecto, llenándonos de salvaje alegría.
Nuestra casa, de construcción larga y baja, hecha de ladrillo y muy antigua, tenía la reputación de estar encantada. Uno de sus anteriores propietarios, cincuenta años antes de que yo naciera, contaba entre sus esclavos a un hermoso joven negro, que por su belleza y afabilidad convirtióse en el favorito de la señora.
Tal preferencia llenó de sueños y de aspiraciones los pobres sesos del negro, e interpretando mal las graciosas maneras de su patrona, se aventuró, acercándose a ella, en ausencia del amo, a declararle sus sentimientos.
No pudo la dama perdonar semejante ofensa, y cuando el esposo regresó, lo recibió pálida de indignación, refiriéndole cómo el miserable esclavo había abusado de su bondad.
Poseedor de un corazón implacable, el esposo ordenó que el ofensor fuera suspendido por las muñecas de una de las ramas bajas y horizontales de "El Arbol", y allí, a la vista del amo y de la esposa, los demás esclavos, sus compañeros, le azotaron hasta causarle la muerte. Su cuerpo deshecho fué conducido y enterrado en un profundo foso, a pequeña distancia del último de los ombúes de la larga fila.
Y era el espíritu del pobre negro (cuyo castigo fué más duro que lo que su proceder reclamara) el que se suponía encantaba el lugar. No se aparecía, según las versiones circulantes, a la manera del duente común, que camina envuelto en una sábana blanca. Los que sostenían haberlo visto, aseguraban que. invariablemente, se levantaba del sitio donde el cuerpo había sido enterrado como una leve y luminosa exhalación de la tierra y tomando forma humana flotaba lentamente hacia la casa, paseándose entre los grandes árboles y sentándose a veces sobre una vieja y saliente raiz. Allí permanecía inmóvil durante horas, en una actitud meditativa y triste, al decir de mucha gente. Yo no lo vi nunca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario