Una madre de allá lejos y hace tiempo
Con amor de hijo y de artista, Guillermo Enrique Hudson reflejó la figura de Carolina Augusta Kimble
"...ella lo sabía todo, y yo no ignoraba que ella lo sabía."
"...estos recuerdos de mi madre, implican para mí un gran consuelo."
Cuando promedia para nosotros el mes de octubre, cuando en los rosales se abren las mejores flores -blancas, rojas, amarillas, rosadas-que muchos hijos brindan en ramo de amor a su madre, conmueve releer el último capítulo de la obra Allá lejos y hace tiempo, de Guillermo Enrique Hudson. En muchas páginas de sus otras obras va delineando Hudson el perfil de esa madre incomparable; pero es en el capítulo XXIV de la que es, sin duda, su obra más representativa, donde Hudson pinta con amor de hijo y de artista el retrato de Carolina Augusta Kimble, su madre.
Esta madre corona el capítulo que es como un compendio de toda una vida de gaucho naturalista, novelista y poeta y que yo titularía "Balance" aunque en la excelente traducción de Fernando Pozzo y Celia R. de Pozzo, (edición Peuser) figura como Ganancia y pérdida.
En el corazón de nuestros gauchos hubo siempre un lugar sagrado para el amor a su madre, así fuese ésta un vago recuerdo de niñez desdichada. No en vano José Hernández pone en boca del gaucho arquetípico Martín Fierro aquella sextina donde resume su elogio a la mujer, que concluye con los significativos versos: "Yo alabo al Eterno Padre / no porque las hizo bellas / sino porque a todas ellas / les dio corazón de madre".
El gaucho que para siempre vivió en Hudson acompañó en su corazón esta sentencia de Martín Fierro; y pese a que afirmó en el capítulo inicial de ese mismo libro que nunca fue su intención escribir su autobiografía, esa obra cumbre resultó verdaderamente la autobiografía de su infancia, adolescencia y primera juventud y la autobiografía de su alma, formada a semejanza de una madre ejemplar, que enseñó a Hudson, sin palabras casi y con su ejemplo, a apreciar lo que significa toda madre en la vida de un hijo.
Ascendientes ingleses
Carolina Augusta Kimble, oriunda de Nueva Inglaterra y con ascendientes ingleses, como su esposo, -cultos y piadosos ambos y de religión protestante, pero sin fanatismos- se vio trasplantada, muy jovencita, a la pampa argentina de entonces; ese medio tan diferente en lo sociocultural al suyo, ese paisaje maravilloso pero agreste, de distancias y horizontes casi infinitos, de veinticinco ombúes gigantescos en lugar de lánguidos tilos familiares; de gentes gauchas buenas y sencillas, pero tan distintas de su sociedad habitual. Y esta valerosa mujercita trata de adaptarse a ese medio y de quererlo como a su ambiente propio, y cría a sus hijos en el amor de esta Argentina natal, y los deja integrarse con sus compañeros de juegos y andanzas, hijos de los gauchos vecinos, y prodiga con todos su amorosa piedad, al punto que todos los que la conocían la veneraban como a una santa. Y todo esto sin perder su belleza, su distinción, sus maneras cultas y afables.En todos los humildes ranchos vecinos ejercía su benefactora piedad con cristiana abnegación y la delicada caridad que no ofende por ser sincera y fraterna, al punto que llevó a su casa al hijito recién nacido de su vecina que murió al darlo a luz, y lo cuidó y protegió y amamantó junto a su hijo Guillermo Enrique nacido entonces, hasta que pudieron encontrarle una nodriza.
Carolina Augusta, como toda madre, amó a todos sus hijos por igual; mas su mente y su corazón estaban identificados con el hijo poeta, con su misma sensibilidad para captar la belleza dondequiera se hallara, florecita silvestre, pájaro libre, grandioso ombú, flamenco rosado, altas estrellas en el horizonte nocturno de la pampa infinita... "...Toda cosa hermosa y poética que me llamaba la atención se me presentaba asociada a ella..."
Guillermo Enrique Hudson afirma también que lo unía a su madre, por sobre el entrañable amor de hijo, una afinidad espiritual que lo acompañó toda la vida. Cuando ella murió, santamente como había vivido, afirmándole que estaba segura de que volverían a encontrarse algún día junto a Dios, ese hijo amado y preferido, ese hijo que tenía su misma sensibilidad ante la belleza de la Creación pudo decir que no la había perdido, porque estaba junto a él para siempre.
Desde el recuerdo y la cotidiana vivencia de su madre, viva en su corazón, Guillermo Enrique Hudson nos dejó el elogio de toda madre, en estas páginas que constituyen el balance de su vida "...el amor de una madre para con el hijo de sus entrañas difiere esencialmente de otros afectos, y arde con tan clara y firme llamarada, que parece la única cosa inmutable en esta variable vida terrenal, de tal suerte que, aun cuando ella ya no se encuentre presente, sigue siendo luz y guía para nuestros pasos, y consuelo en nuestras angustias y en nuestros tropiezos". .
Por Gloria O. Justa Martínez Para LA NACION
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